sábado, 30 de agosto de 2008

CASTILLO DE ACHER

Ya estamos entrando, nuestros pies caminan hacia la cima.

Y de sopetón, unas vacas nos muestran el castillo de Acher. Atrás ha quedado la selva de Oza.



La lumbre del cielo duda entre las estrellas y el amanecer. Reconfortados con el segundo vaso de chocolate y apretado el último cordón de las botas, miramos a lo alto, la sonrisa del castillo de Acher es la boca por la que hoy nos toca culminar nuestro paseo al cielo. La selva de Oza nos anima entre la penumbra y el brillo blanquecino de sus innumerables hayas.



Pasada la garganta del infierno, al fondo del Valle de Hecho ( Echo, que de ambos modos lo escriben), comenzamos la ruta nada más cruzar el puente. Una señal de G.R. nos indica el camino desde un panel de rutas montañeras. El citado G.R. nos introduce en el hayedo entre susurros y saludos claros: la vida sale de sus nidos y de sus madrigueras a curiosear nuestras pisadas lentas y firmes. ¡El cartel!



Aumenta seriamente el desnivel para desviarnos a nuestra montaña, el cartel de madera nos lo anuncia: Acher. ¡Ánimo! Una salamandra, disimulada entre las hojas, las ramas y la humedad, nos marca la ruta; le indicamos que es mejor que salga del camino de los humanos, hoy no menos de sesenta botas pasarán por aquí ¡estás en peligro, ve a lugares menos tansitados! Ignoro si nos entendió, nuestros pasos ya están más arriba. Nuestro gozo está repartido entre la luz y los árboles, conviven hayas y abetos, además de algún pequeño roble y otras especies. Es hermoso darse cuenta que entre los árboles no se excluyen unos a otros, no entienden de multitudes y minorías étnicas. La savia de la tierra es alimento para todas las especies.



Entre pensamientos y sudores hemos subido los primeros seiscientos metros de desnivel, el bosque está próximo a su fin. Un alto en el camino, la cantimplora y una mirada pausada nos permite admirar el paisaje. No estará lejos la cabaña de las vacas que anuncia el mapa. Llegamos a la pradera, el sol nos abraza con calor, nosotros le hablamos desde nuestro rostro sudoroso. Protección y gorra. La belleza ha cambiado, la montaña ha abierto sus colores y ha ensanchado todo su rostro ante nuestra mirada. Allá en el cielo, nuestra montaña, el castillo de Acher, ahora más cerca. Nos han ido pasando los primeros montañeros, aún nos pasarán más, pero todos llegaremos, todos pondremos nuestro esfuerzo y nuestro ánimo sobre el tapete de la montaña para que cada uno recoja lo que necesite. La montaña comparte entusiasmos.



La vacas, la cabaña, ¿ochocientos metros de desnivel? Bella explanada para ver la variedad en su conjunto. Abajo queda el grandioso bosque de la selva de Oza; sobre nosotros, aumentando de tamaño, la mole caliza de la montaña que nos llama abriendo sus dos manos para indicarnos el camino y la entrada. La subida por entre las piedras es una ascensión serpenteante. No tenemos prisa, disfrutamos de la fatiga, de la conquista, de la subida, del reposo, del esfuerzo. Paso a paso, la bocana está aquí mismo, las enormes piedras que vimos al pasar van reduciendo su tamaño conforme nos alejamos, las vacas que saludamos como iguales, quedan ahora como figuritas de juguete de tiempos infantiles.



¡Mira! ¡La llanura de la cumbre! ¡Hemos llegado hasta el valle que crece en la montaña! Es inmenso, solemne. El esfuerzo, una vez más, está recompensado. Hemos de recorrer el valle, nos faltan menos de doscientos metros hasta la cumbre. A partir de ahora más asombro en cada paso. Quince inmensas almenas antes de llegar a la torre del castillo en la mayor altura de su cumbre norte.



Algún gigante enamorado vivió aquí llorando cada día por su princesa. Esas lágrimas florecieron en tamaña hermosura. Sin duda fue correspondido, porque la vista en derredor es un producto del amor inmenso de aquellos dos gigantes cuyo nombre se pierde más allá de la memoria. También es posible que os cuenten el origen de estos lugares desde otros puntos de vista. yo prefiero elegir el amor como fuerza del Pirineo.



Pero esto no termina aquí: Javier Agra.

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