lunes, 20 de julio de 2009

PEÑÍSCOLA DEL MAR


Peñíscola. Las olas serenas de la playa sur traen conversaciones de otros tiempos, de lugares mágicos, susurros de la sierra de Irta. ¡Viaja por el mar! ¡Viaja...! ¡Los sueños son billetes de ida y, acaso, de vuelta! Está bien, no insistas. Ya calzo las zapatillas de caminar ¡Ay, como se quejarán tus pies de esta suela de goma con que los proteges del suelo! Es lo que tengo, pero he de salir. ¡Crema protectora, que ya es tarde! Lo se, no insistas, pero estaba nadando cogido al mar en el baño inicial de la mañana.

He cruzado Peñíscola; la nueva, la que está en la lengua que otrora fuera mar; en algún comercio adquirí dos manzanas y una barra de pan - el agua ya la había previsto antes de comenzar -; he bordeado la playa norte; inclinada la cabeza le pedí una bendición al papa Luna - su espíritu estaba asomado a las altas azoteas del castillo, estudiando el anigma de la verdad -. El camino que sale hacia el mar, en la primera cala que se llama, creo, Puerto Azul: he llegado al mar. Ahora buscaré las señales de pequeño recorrido, más por costumbre que por necesidad, pues es continuar siempre adelante lo más pegado que pueda al mar.

A la derecha la sierra de Irta y los acantilados sin edificar, a la izquiera los latidos de la mar. A partir de ahora converso con dos gaviotas que se niegan a saltar al agua cuando paso con la respitación sudorosa. Hacen bien, ellas llevan siglos pegadas a esta roca mirando al mar, yo soy el intruso. Las gaviotas, generosas me señalan el camino: siempre hacia el más allá. Y yo, que las respeto porque son amigas de la tierra y del mar, les saludo quitándome la gorra y vuelvo a mi viaje.

Las calas retuercen el mar en caricias de sosiego. Cala Ordí y mi paseo continúa lento, seguramente contagiado de la calma del mar; cala Arjub, arena y cielo en lento diálogo, el tiempo ha perdido los relojes y se olvidó de contar los instantes del tic-tac. Termino la segunda manzana y entrego el corazónal mar - el de la manzana, el mio hace tiempo que lo tiene ya -. Pasan coches, tres ciclistas y algún despistado bañista que busca la soledad: me saludan, respondo ausente porque estoy conversando con el mar.

La cala Volante. Piedras sin olas, azul y verde son los colores del cielo y del mar. Aquí me puedo bañar sin ropa, es más cómodo que vaciar los bolsillos. Me había olvidado del sol, él mismo me lo quiere recordar cuando me percato del sudor y el fuego sobre la espalda. El baño ha sido breve, pero suficiente pues el cuerpo - del que hace tiempo permanozco ausente - está relajado y dispuesto a continuar.

Con la gorra húmeda de agua del mar, me separo de la costa. La Torre Abadum me espera más allá; hace tiempo que estaba saludando y yo sin enterarme de sus señales. Ladera arriba, seguro que no hece mucho pasó por aquí mismo otro viajero solitario con la mente volando entre los aíres salados de Peñíscola, ahora perdida y lejana como si nunca habiera estado en el inicio del camino. Amplio sendero de tierra aplastada, sendero para acoger pisadas y neumáticos. Despacio, ya veo el mirador anterio a La Torre Abadum. Me dentengo, el mismo mar de palabras suaves que hace un rato tenía entre mis manos está ahora suspirando acantilados, pequeña vegetación y algún pino que estará planeando cómo traer hasta la playa a los pinos del interior, para que respiren el mar.

Torre Abadum - mitad sierra, mitad agua - con el tiempo hecho siglos no ha podido olvidar que un día fue torro vijía árabe. Y continúa allí - orgullosa de sierra y mar - setenta metros por encima del agua como un gigantón sin tiempo. Inmovil, a pesar de las lluvias y los vientos, esperando estas horas de la tarde recién estrenada para darme una breve sombra donde pueda respirar oxígeno y sal antes de comenzar el regreso. Mis pasos adelantan siglos y, desde la pasada historia, van despertando al presente cuando vuelvo al asfalto del pueblo en su parte que otrora fuera lengua del mar.

Javier Agra.

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