viernes, 29 de enero de 2010

PIPA, recuerdos (VII)

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He vivido el verano de este dos mil uno. No soy muy viajera. No obstante fuimos, con toda la familia que vive en mi casa, unos días a un pueblo de Zamora: Moveros. Allí la vida es plácida - para quienes vamos de visita -, entre paseos y sombras se pasan las cálidas jornadas de agosto. Me gustó estar en el pueblo, donde el tiempo también se sienta en alguna sombra a contemplar la totalidad de la tierra y la infinitud de las galaxias.

Me levantaba en el citado pueblo de España y nos llegábamos hasta Portugal a desayunar: está la frontera muy cercana y muy libre. Todo es llanura sin complicaciones: "la raya" le llaman, lugar acomodado para las tareas de la agricultura y para el solaz general. He aprendido muchas cosas - la vida de los perros ha de ser más intensa que la de los humanos, porque tenemos menos tiempo para vivir las mismas experiencias en las que ellos emplean más de ochenta años-. En estos días me he dado cuenta de que aquí nadie es extranjero. Ora estés en España, ora en Portugal, no estás nunca en el extranjero: los paisanos de ambos lados de la raya conversan igualmente con las manos en los bolsillos y, acaso, la boina en la cabeza por si necesitan protección para estar un buen rato de conversación bajo el sol de la tarde; las mujeres - elegantes y siempre sonrientes en estas tierras - van entre los huertos paseando las conversaciones y las azadas; los niños de todos los pueblos - bicicleta y futuro - pasan las fronteras sin necesidad de dar pedal. 
Lo he visto, lo he pisado y lo he respirado: todos los seres de la naturaleza somos iguales; solamente a los humanos se les ha ocurrido la idea - ¿malévola, perversa en el sentido filosófico? - de poner fronteras.

Me llamo Pipa. Aquí estoy abrazada a María. En los pueblos, las luciérnagas de la noche brillan de un modo que me sobrecoge. Pero estamos las dos, más allá de las luces últimas de Moveros, mis focos iluminan los senderos para no tropezar en la piedra.
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Y vienen a mi recuerdo los textos Unamuno – quien antes que yo, escribió sobre las tierras de Portugal y España – con quien paso varias horas. Recuerdo, de Unamuno, sus conversaciones con Don Quijote y, por lo que cuenta, estaba igual de joven – Don Quijote – que yo lo conozco. Es la ventaja de estos personajes – hijos y padres de su autor –; ellos permanecerán igual de lozanos y frescos para que cada uno podamos conversar con ellos; y cuando yo muera y se muera la gente que vive en mi casa – y te mueras tú, lector de brillantes ojos – ellos continuarán paseando por estas tierras, con el mismo sosiego, recordando siempre que el tiempo es una medida distinta para cada creatura de este mundo, por más que algunos sabios se empeñen en encerrarlo en segunderos.

He paseado por los Arribes del Duero. Para este blog - que me permite usar su primer autor - podrían servir unos cuantos paseos por las profundas brechas y sus meandros calmos, de brisa sosegada y de ternura florecida; podrían servir las profundidades del Duero, donde duermen las águilas y los lagartos viejos; podría indicar el gozo de subir desde sus aguas hasta las cumbres de roca, más arriba de las carretares nuevas y pasear por aquellos recuerdos de carros y arados conducidos por vacas, cuya memoria está aún pegada a las paredes nuevas de los viejos pueblos, igual que Don Quijote y su Rocinante siguen paseando entre las espigas y los olivos.


Javier Agra.

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