sábado, 26 de febrero de 2011

DESDE VALDEMANCO

En un instante tal vez.
En un instante de lucidez.
Sin previo aviso, durante una tarde de paseo, tuvimos la corazonada del salir al día siguiente para hacer una ruta circular desde Valdemanco. Allí llegamos con el coche, nada más cruzar sobre las vías a la entrada del pueblo, nos metimos por la primera calle a la derecha y enseguida aparcamos, en la calle Las Heras frente a un campo de futbol.

En un instante tal vez… pero desde el momento de iniciar la ruta, antes aún de preparar la mochila, teníamos claro el lugar al que queríamos llegar. Nuevos Ulises de la montaña, teníamos marcada la meta de nuestra Ítaca. Hacía ella caminamos constantemente en la montaña como en la vida. Arrancamos nuestra ruta, no por un proceloso mar sino por una ligerísima pendiente, adornada de piedras y jaras…

Primera duda a los pocos minutos de caminar. Se nos unió un perro, un cachorro marrón con ganas de jugar y observar. ¿Qué hacer? En la vida, las preguntas se plantean desde los primeros pasos… decidimos que si él buscaba nuestra compañía no lo abandonaríamos en medio de aquellos parajes (he de asegurar que ni nosotros nos perderíamos pues la sierra de la Cabrera es un lugar hermoso y sin rodeos; ni mucho menos P3 – así llamamos a nuestro compañero perro – avezado, sin duda, por estos lugares). Vino con nosotros, porque la vida es encuentro y camino común.

Más dudas se apoderaron de nuestra mente cuando aparecían caminos diversos que nos llamaban con tiernas voces: ¡nosotros vamos hacia el Cancho Gordo, no nos vale cualquier camino; solamente las rutas que se dirigen hacia nuestro destino! Y abandonamos los valles de los lotófagos (es otro lugar puntual de la Odisea) para seguir las huellas que otros habían hecho antes que nosotros… ¿Me reñirá Machado? ¡Claro que vamos haciendo nuestro propio camino al andar, pero otros han marcado las mejores sendas para llegar al final!

Dejando a nuestra derecha las cumbres más altas, llegamos a un magnífico valle con vistas y respiración no soñada por los humanos: allí dimos gracias a la naturaleza por mostrarnos su hermosura en las cosas sencillas y tan armónicamente situadas. ¡Qué belleza puede producirse con las piedras, los árboles, la tierra, la luz cuando están en su potencia desarrollada! ¡Cuánta belleza debe encerrar cada persona! ¿Quién sabrá desarrollar el potencial que tenemos cada uno en nuestro interior?

 Algunas veces es necesario replantearse los caminos y saber optar por el mejor.

Monte arriba, por lo bravo… Derechos hacia nuestra meta: El Cancho Gordo. Pero la nieve… la falta de senderos… los pies se nos hunden más allá de las rodillas (como a Quevedo cuando estaba cogiendo mejillones y subía la marea)… Aquí fue donde Munia y Pipa pusieron el grado necesario de sensatez a la comitiva: ¡Es bueno buscar otro método sin variar el objetivo! Y volvimos sobre nuestros pasos continuando el camino hacia el Collado Alfrecho para retomar el ascenso.

 Lo demás fue sencillo. Llegamos a la hermosa pradera que precede a la cumbre. Aquel que está detrás -tal vez sin osar molestar es nuestro compañero P3-

Subimos… Hicimos las fotos. Bajamos, siempre por la marcada senda entre jaras, con el arropo del sol, hasta llegar al Convento de San Antonio. Comimos para nuestro solaz y el regocijo de Pipa y Munia, quienes compartieron alimento con P3 a quien ya tratábamos con la cordialidad que da saberse todos, parte la misma fantasía de vida. Cerramos el paseo circular. Cinco horas y media después del comienzo estábamos sentados a la mesa de una taberna del pueblo, con el café y otras viandas de picar. Merodeaba ufano el cachorro P3 mostrándonos su entorno – donde quedó cuando subimos al coche minutos más tarde – mientras Munia y Pipa meditaban tumbadas enroscadas a nuestros pies en lo importante que es tener una meta a dónde dirigir la vida.

 La cumbre del Cancho Gordo. Jose mira y ve, miestras Munia respira sonrisas a sus pies y Pipa canta melodías de agradecimiento sobre la piedra.

Javier Agra.