lunes, 7 de marzo de 2011

POR EL YELMO DE LA PEDRIZA


Hemos llegado.
El título de hoy parece un tabique de unión entre la ficción de Don Quijote y un episodio de dibujos animados. Lo cierto es que salimos dispuestos a deambular por los roquedales de la Pedriza hasta donde nos permitieran las angustias climatológicas. Por ahí nos fuimos, pues, sonrisa y mochila en ristre… O tal vez como Cardenio y Luscinda – selváticos pastores creados por Cervantes – triscando entre las peñas. 

 Vedlas. ¡Con qué soltura las cabras han llegado a ser cabras! Afortunadas ellas que han conseguido la plenitud de su desarrollo. ¿Cómo haré yo para desarrollar todo mi potencial humano?

La cumbre muestra su sonrisa para cauterizar las mil heridas de la vida: soledad y desamor; ruidos y atascos; oficinas y desprecios;… que son al mismo tiempo losa y sudario. Losa porque aplastan hora a hora como un invisible puño, sudario porque aplacan desde el silencio de los caminos y las cumbres.

El silencio. Historia de siglos de cultura, desde aquellos primeros monasterios allá cuando alumbraba el siglo quinto los primeros cenobios de oración, austeridad y trabajo. Silencio creador de futura sabiduría entre claustros, bibliotecas y aldeas. Silencio forjador de voluntades y pequeñas historias individuales y colectivas para cantar con una sola voz que nos hacemos personas poco a poco cuando nos vamos cuidando unos de otros desde la cercanía, como estas piedras de la Pedriza de Madrid.

Cruzamos el Manzanares, primer baño de Pipa en las frías aguas del valle en sombras; no importa, enseguida el sol del bautismo calentará el pelo nórdico que cubre su piel, como una esperanza de riqueza compartida más allá de este suelo de invierno. Seguimos el curso de la corriente unos metros aguas abajo, para saltar de inmediato hacia las rocas que nos llevarán, en pocos minutos, hasta el Barranco de los Huertos.

 Desde la Gran  Cañada parece que más allá de estos farallones solamente están los azules celestes. Pero no, siempre es posible superar la siguiente dificultad.

Más arriba, en la Gran Cañada, hacemos un alto para saludar a la cantimplora y conversar con el farallón de las rocas que hacen una aparente muralla insalvable. Nada más ficticio que esta apariencia, porque la verdadera realidad es que existe un camino claramente marcado por siglos de antepasados que nos van subiendo hasta el Collado de la Encina donde podemos hacer un himno al sol y sentarnos entre el horizonte y el Yelmo, para observar cómo el paso del tiempo ha lamido suavemente esta cara sur de la fotografía hasta hacer una lisa e inmensa roca de escalada con cuerda.

 Montse y su perra Blanca nos muestran la lisa pared del sur del Yelmo.

Subir por la brecha del Yelmo. Bajar a comer y llegar al coche será cuestión de tiempo. La pedriza nos ha cobijado nuevamente entre el sol del invierno y la caricia reflectante de la roca.


Javier Agra.