domingo, 18 de septiembre de 2011

LAS BATUECAS Y LAS HURDES (III)


Durante la noche, nuestros terrores se centran en el frío de esta madrugada de escarcha, no nos produce ningún miedo el entorno de animales saltarines y bichos reptantes. Entendemos perfectamente que los frailes dominicos, que tenían el convento en las cumbres de la Peña de Francia, hicieran este edificio en terreno más bajo para superar la crudeza del invierno. La Desamortización de mil ochocientos treinta y seis, dio al traste con todo lo construido: hoy reina el abandono y la ruina.
Ya estamos pedaleando por las Batuecas de Salamanca. Allá arriba la Peña de Francia iluminado por el sol recién amanecido y el brillo gozoso del Santuario. Pero nosotros nos quedamos entre estos montes de robles, entre el rumiar infinito de las vacas y el canto de los pájaros. Nuestro camino es lento, a estas alturas ya tenemos el espíritu entonado en gregoriano y pausa; tal vez podríamos sentarnos a cavar una huerta con el ritmo de la azada o a pintar una página miniada. Pero todo eso son esperanzas y poemas, hemos llegado al Casarito y en un acto de generosidad con nuestros cuerpos acabamos de tomar un desayuno con pan, tomate y aceite de oliva; después de esta colación bien podemos pensar en superar las pendiente y bajadas que nos llevarán a la Alberca.
Recorrer a pies estos seis kilómetros, es un sosiego; a pie puedo contar cada castaño y ver las pallozas o erizos en que maduran antes de llegar al mercado. Uno…dos…cien…cada nueve pasos más o menos entro en el dominio del siguiente castaño. Y así puedo saludar a cada uno…y ponerle nombre…y contar un cuento al mismo grupo…y exhalar un suspiro de esperanza ante cada tronco. Al caminar escucho, susurro apenas, el agua del arroyo Francia y vuelvo a contar castaños… ¡mira aquí se ha instalado un alcornoque! 
-          Hace años había muchos más.
-          Y celebrábamos fiestas en otoño para conmemorar su recogida.
-          Antaño interesaba su comercio.
-          Hoy se pudren la mitad de las castañas en el suelo sin que las recoja nadie.
-          Cada tiempo tiene su preocupación.

En esas conversaciones está mi hijo Jonatán cuando yo llego al cartel que anuncia que ya estamos en la Alberca, el corazón de las Batuecas. La Alberca tiene historia y multitud de historias. Aún guarda el pueblo el pendón que perteneció a las tropas portuguesas derrotadas por las mujeres de esta población allá en el siglo quince, mantiene el reposo del tintineo de las campanillas que llaman a la oración de las ánimas al oscurecer, el constante trasiego bullicioso del turismo a todas horas que convive con el tímido sosiego de algún cerdo que pasea suelto por esta población – nombrada Villa al comienzo del siglo quince – que llegó a tener a las Hurdes como una dehesa propia y que fue el primer municipio al que se concedió el rango de Monumento Histórico-Artístico.
Paredones, calles, plazas…La Alberca llama al recogimiento a quienes pisamos con respeto los adoquines de su pasado, mientras diversos grupos de turistas escuchan en los diversos idiomas que hoy visitan esta parcela de historia, recuerdos y afanes del pasado, ensoñaciones de otro tiempo que continúan volando en esta cálida atmósfera del momento en que mi hijo y yo salimos carretera arriba para dirigirnos hacia el monasterio carmelita de las Batuecas. Él por el Puerto del Portillo en bicicleta, yo a pie subiendo por senderos casi trescientos metros de desnivel y descendiendo setecientos metros hacia donde el río Batuecas va buscando las aguas del río Ladrillar.

Tiempo de silencio y aves, a mi izquierda fuertes curvas en la carretera que serpentea sin piedad ladera abajo, a mi derecha pinos y robles entre farallones y cortadas majestuosas; yo bajo despacio sin salirme del sendero bien marcado en otros tiempos cuando estaban poniendo los postes de la luz; el sol zumba más agresivo a esta hora del medio día. Me acerco dominando el tejado del Monasterio, metido como una cuña en el único trozo de estrecho valle, integrado como una roca más en medio de este sosiego de vegetación y multitud de vida, escondido y secreto entre las montañas.
A través de la técnica moderna, me entero que Jonatán ya ha llegado a Las Mestas, nuestro destino final de hoy. Entro a pie en la provincia de Cáceres por el acogedor desfiladero del río Batuecas, ¿el sol terminará con los días de mi existencia?
Javier Agra.     

lunes, 12 de septiembre de 2011

LAS BATUECAS Y LAS HURDES (II)

De este modo salimos de Tenebrón, despidiéndonos de las diversas personas que paseaban, ya avanzada la tarde, por la carretera adelante; carretera poco transitada por los coches. Jonatan salió sin dilación montado sobre la bicicleta:
-          Las horas de luz serán pocas y me gustaría llegar hasta El Maíllo.
-          Aún faltan diecisiete kilómetros, lo tendré difícil a pie.
-          Será necesario hacer una pequeña trampa.
Por eso yo salí dispuesto a hacer auto-stop. Pocos coches y ninguna gana de pararse para llevar al único autoestopista de Europa se juntaron en una confluencia astral. Iba yo pensando en el nacimiento de estas tierras allá en la Reconquista, cuando el Rey Alfonso I puso a un noble francés al frente de estas repoblaciones – por eso se llama la sierra de esta zona Sierra de Francia –, en sus múltiples molinos de antaño cuando el río Morasverdes (del que toma nombre el pueblo al que estoy llegando) ocupaba su agua entre la molienda y el regadío, con el dedo en pose de súplica inconscientemente, cuando acertó a parar a mi lado un coche:
-          Pesa la calorina, ¿verdad?
-          Buenas tardes. Ya pesa, ya.
-          Sube. ¿Hasta dónde quieres ir?
-          Me dirijo a El Maíllo. Mi hijo va delante en bici y queremos hacer noche en el pueblo.
-          Te llevo. Yo también voy para allá. Antes recorría más kilómetros de carretera. Era camionero. Ahora que me jubilé ya salgo poco.
-          Gracias por llevarme.
-          En la carretera nos tenemos que ayudar unos a otros, siempre ha sido así.
-          También yo recuerdo hace varias decenas de años, cuando salíamos varios a viajar en auto-stop. Siempre me fue bien.

En el Maillo, recuperado del camino porque llegué en coche, esperé a Jonatan sentado en la plaza del pueblo, después de un dilatado trago de agua en la fuente que allí estaba. Ahora los sonidos de los gorriones me parecían canciones de sirenas y hasta en el ocaso, que sembraba de nocturnidad el entorno, creía yo encontrar rosicler y perfume de amapolas por el aire. En ese éxtasis me encontró mi hijo que llegaba con las últimas pedaladas del día sin ánimo apenas para compartir mi poética visión de una existencia feliz. Aprovechamos el bar para engullir con fruición líquido de limón con unas cucharadas de azúcar – ignoro si es un remedio aconsejado en la medicina clásica o en la popular, pero es grandioso –; más tarde sentados en las sillas que en la Plaza colocó la Taberna La Plaza, soñamos con ser nosotros los primeros investigadores que conseguiríamos encontrar los tesoros que dejó la morisma en las cuevas de el Pinalejo… (También están los que sostienen que son restos de minas romanas) no obstante dejaremos nuestras nuevas aventuras para otro ocasión.

Entre las sombras de la noche empujamos la bicicleta más allá del magnífico merendero y nos adentramos por los caminos que merodean el Convento de la Casa Baja. Por allí encontramos cobijo para nuestra tienda durante esta noche; los búhos de la noche pusieron hilo musical a la degustación de nuestras viandas, mientras un zorro atrevido merodeaba los alrededores en espera de que compartiéramos con él el diezmo señalado por dejarnos acampar en sus tierras. Nosotros, convencidos de que tenía razón, depositamos a una distancia prudente un trozo de pan que enseguida se acercó a comer sin el menor recato, mientras con su actitud nos hacía ver que, en efecto, era el dueño de estas tierras. 
Javier Agra.

sábado, 10 de septiembre de 2011

LAS BATUECAS Y LAS HURDES (I)

La cuestión es calzarse las botas, con la solanera del medio día, en pleno verano y comenzar a caminar. Pero ahí estamos decididos, el coche aparcado en una umbrosa calle de Ciudad Rodrigo, las alforjas calzadas a la bicicleta de la que tirará mi hijo Jonatan durante estas jornadas y mi mochila ya acoplada a la espalda.

Llegar hasta Pedro Toro, apenas a seis kilómetros, debe ser una tarea sencilla cuando aún los gorriones comienzan a plantearse la jornada, pero a esta hora en que las chicharras arrecian a ritmo de guitarra, es casi un acto martirial. No tenemos más alternativa y ya estamos, entre olores de anís y jara, suspirando por la sombra de algún encinar de los que vamos dejando atrás con cansino paso. Entre unos rastrojos ha descubierto mi hijo unos amorosos cipreses que nos darán sombra mientras comemos. 

-          A esta hora lo más razonable sería estar tumbados en la siesta.
-          Claro, papá; pero los kilómetros de hoy tenemos que hacerlos.
-          ¡Qué camino tan curioso marcan estos árboles!
-          Los cipreses eran los árboles con los que los romanos daban la bienvenida a sus visitantes-  me contó mi hijo.
-          Salgo ya caminando. Tú, en bicicleta, me darás alcance en breve.
Pedro Toro tiene muy pocas casas -y casi todas deshabitadas- pero también tiene una fuente de agua muy rica en la que llenamos las cantimploras, los estómagos y cuantas partes del cuerpo se pusieron al alcance de su frescor.
-          De Ciudad Rodrigo vienen con garrafas para llevarse el agua para beber- nos contó una mujer que aprovechó nuestra presencia para salir a conversar.
-          Es pequeño el pueblo – intervino Jonatan – como muchos pueblos en Castilla.
-          Quedamos dos matrimonios y un muchacho más joven.
-          Pues se ven cosechadas muchas tierras.
-          Sí. Viven en Ciudad (observamos que por estos pueblos abrevian con ese nombre a Ciudad Rodrigo) y vienen a trabajar las tierras. Hoy no hay distancias.
Pero sí hay distancias cuando el camino se hace a pie o en una bicicleta que tiene que superar más cuestas de las previstas. Por eso continuamos el viaje. Ha variado el paisaje. Numerosísimas encinas y alcornoques van caminando a nuestro lado. Jonatan me adelanta con la bici, me espera, me indica que me fije en alguna curiosidad. Así contamos hasta ochenta y siete cerdos en un campo entre bellotas y otros alimentos para conseguir estos hermosos ejemplares de pata negra. Me está esperando en lo más alto de una cuesta que me está haciendo sudar como si me dieran latigazos.
-          Daré un poco de tiempo por si abren esta fábrica de embutidos y consigo alguna degustación.
-          Me parece oportuno. Pero yo hacia adelante, como las tortugas de los cuentos, hasta la meta.
La meta fue una sorpresa. La piscina Municipal de Tenebrón donde aguantamos dos horas al frescor del agua y los alcornoques.
-          ¿Qué, cansados?
-          Pónganos dos botellines de refresco para reponer sales de inmediato.
-          Tomadlo despacio, no os vaya a hacer un agujero en la barriga.
-          Esto ya nos permite tomar el resuello.
-          Me pagáis una, la otra es invitación a vuestro mérito.
-          Gracias.
-          Otra cosa, amigo. ¿Será posible comprar pan en Tenebrón?
-          A la entrada del pueblo vive el panadero.
Sobre el depósito de agua del pueblo, un nido de cigüeña indica a cada viajero el destino que debe seguir. La cigüeña seguramente nos ayudó a preguntar por la panadería al mismísimo panadero que nos vendió una hogaza y añadió la historia del nombre del pueblo: 

-Cuenta la leyenda que nuestro pueblo se llama Tenebrón porque en estos bosques dominaba el miedo a los ladrones que vivían en las profundidades de su vegetación, lo que hacía peligroso adentrarse en los montes. Por eso el pueblo vecino se llama “Dios le guarde”, tal era la expresión con la que despedían a quien tenía que atravesar los montes de encinas y alcornoques.

Javier Agra.