lunes, 12 de septiembre de 2011

LAS BATUECAS Y LAS HURDES (II)

De este modo salimos de Tenebrón, despidiéndonos de las diversas personas que paseaban, ya avanzada la tarde, por la carretera adelante; carretera poco transitada por los coches. Jonatan salió sin dilación montado sobre la bicicleta:
-          Las horas de luz serán pocas y me gustaría llegar hasta El Maíllo.
-          Aún faltan diecisiete kilómetros, lo tendré difícil a pie.
-          Será necesario hacer una pequeña trampa.
Por eso yo salí dispuesto a hacer auto-stop. Pocos coches y ninguna gana de pararse para llevar al único autoestopista de Europa se juntaron en una confluencia astral. Iba yo pensando en el nacimiento de estas tierras allá en la Reconquista, cuando el Rey Alfonso I puso a un noble francés al frente de estas repoblaciones – por eso se llama la sierra de esta zona Sierra de Francia –, en sus múltiples molinos de antaño cuando el río Morasverdes (del que toma nombre el pueblo al que estoy llegando) ocupaba su agua entre la molienda y el regadío, con el dedo en pose de súplica inconscientemente, cuando acertó a parar a mi lado un coche:
-          Pesa la calorina, ¿verdad?
-          Buenas tardes. Ya pesa, ya.
-          Sube. ¿Hasta dónde quieres ir?
-          Me dirijo a El Maíllo. Mi hijo va delante en bici y queremos hacer noche en el pueblo.
-          Te llevo. Yo también voy para allá. Antes recorría más kilómetros de carretera. Era camionero. Ahora que me jubilé ya salgo poco.
-          Gracias por llevarme.
-          En la carretera nos tenemos que ayudar unos a otros, siempre ha sido así.
-          También yo recuerdo hace varias decenas de años, cuando salíamos varios a viajar en auto-stop. Siempre me fue bien.

En el Maillo, recuperado del camino porque llegué en coche, esperé a Jonatan sentado en la plaza del pueblo, después de un dilatado trago de agua en la fuente que allí estaba. Ahora los sonidos de los gorriones me parecían canciones de sirenas y hasta en el ocaso, que sembraba de nocturnidad el entorno, creía yo encontrar rosicler y perfume de amapolas por el aire. En ese éxtasis me encontró mi hijo que llegaba con las últimas pedaladas del día sin ánimo apenas para compartir mi poética visión de una existencia feliz. Aprovechamos el bar para engullir con fruición líquido de limón con unas cucharadas de azúcar – ignoro si es un remedio aconsejado en la medicina clásica o en la popular, pero es grandioso –; más tarde sentados en las sillas que en la Plaza colocó la Taberna La Plaza, soñamos con ser nosotros los primeros investigadores que conseguiríamos encontrar los tesoros que dejó la morisma en las cuevas de el Pinalejo… (También están los que sostienen que son restos de minas romanas) no obstante dejaremos nuestras nuevas aventuras para otro ocasión.

Entre las sombras de la noche empujamos la bicicleta más allá del magnífico merendero y nos adentramos por los caminos que merodean el Convento de la Casa Baja. Por allí encontramos cobijo para nuestra tienda durante esta noche; los búhos de la noche pusieron hilo musical a la degustación de nuestras viandas, mientras un zorro atrevido merodeaba los alrededores en espera de que compartiéramos con él el diezmo señalado por dejarnos acampar en sus tierras. Nosotros, convencidos de que tenía razón, depositamos a una distancia prudente un trozo de pan que enseguida se acercó a comer sin el menor recato, mientras con su actitud nos hacía ver que, en efecto, era el dueño de estas tierras. 
Javier Agra.

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