domingo, 8 de enero de 2012

POR LA PEDRIZA

Tersas, deformes, rugosas, brillantes… de las más de quinientas mil piedras de la Pedriza, muy pocas tienen nombre; pero sin el conjunto no se podría nombrar con este nombre sonoro a la Pedriza. Conviene mirar a los ojos una a una a cada piedra y conversar sobre sus miedos y su historia y, aún a fuer de ser considerado loco, pasear con tiempo entre las llambrias y sentarse en los ribazos a contemplar árboles, arbustos, muérdago… todo en la Pedriza tiene un trasfondo de música serena, de ritmo creciente, de elegía y épica.

Apenas ponemos los pies sobre el puente del Manzanares en Canto Cochino, entramos en un tiempo de sosiego y árboles, de sonidos de magia y pájaros. Hacia la izquierda, perdiendo los sauces y los fresnos de la ribera, entre formaciones graníticas encontramos una senda – alguna encontrarás amable lector, pues salen varias – que sube al Cancho de los Muertos…


Vemos, con curiosidad y pasmo, las grietas transversales que ha dibujado en la roca, la erosión y el tiempo. Seguramente son los versos de algún poema que tendremos que descifrar.

... Do narra la antigua leyenda que unos fieros y poéticos bandoleros hicieron prisionera a una hermosa dama de familia acaudalada. Ahí llegó la discusión entre los raptores, pues mientras la mayoría pretendía dineros por su rescate, el capitán intentaba con lágrimas, lisonjas y amenazas conseguir que la doncella fuese su amante. Entre estas forzadas discusiones y otros avatares de la vida – continúa narrando la leyenda – unos a otros se fueron matando, por rencillas y accidentes, de modo que –como en las películas del oeste y en las míticas epopeyas – solamente ganaron los buenos. Aquellas no desmentidas historias de la “banda de Los Peseteros” ocurrieron en este paraje por el que ahora transitamos.


En nuestra subida descubrimos las formaciones rocosas que se llaman El Pajarito, La Vela y La Campana.

Continuamos, sin más sobresaltos, hasta el Collado del Cabrón en un paseo relajado entre cipreses, pinos, enebros, encinas, jaras y retamas de diversa índole. En los altos riscos nos espera un chivo, seguramente para que identifiquemos el lugar nombrado con algún significado agreste. De aquí salen cinco senderos. Observamos El Pajarito, La Vela y la Campana: nos hemos propuesto hacer una ruta en dos círculos, de modo que apuntamos, por nuestra izquierda hacia la brecha junto al Pajarito y la Vela.


Aquí estoy, dando la nota, en el inicio de la canal junto al Pajarito.

Hermosa desde cualquier punto de vista, canal junto al Pajarito arriba descubrimos robles y encinas que nacen en la dureza de la piedra – ¿cómo llamar inerte a las rocas después de estos paseos? –, una grandiosa cueva fabricada por el tiempo y la montaña, con dos notables oquedades mullidas con las secas hojas que el viento ha ido arrinconando en su fiereza. Y arriba, el Jardín de la Campana: entre los pinos y el asombro nos parece merecer un sorbo de agua y a él nos entregamos mientras descubrimos la encina que nace a nuestra izquierda y marca el inicio de otra subida entre piedras rosas, brillantes de sueños y pausas.

Pisada a pisada, subimos hasta la Collada Romera. Ignoramos El Carro del diablo que queda a nuestra derecha y continuamos el plácido trasiego por la llanura de la Sierra. Ante nosotros serpea La Cuerda de las Milaneras que hoy dejamos con su reposo: nosotros teníamos previsto cerrar ahora el círculo y así volvemos por una relajada senda hasta donde un ramal desciende en busca del Refugio Giner. Aquí nos detenemos para observar a dos montañeros que están culminándo la ascensión al Pájaro, aquí vemos el valle, aquí el Yelmo, aquí la Cueva de la Mora, aquí nosotros como un suspiro de la sierra. 


Al fondo, la Cuerda de Las Milaneras. Yo, narciso sin memoria, me sitúo de espalada a tanta hermosura para salir en la foto. Jose, que sabe más de la montaña y de la tierra, inmortaliza el momento mientras sueña poemas violetas.

Desde aquí al Collado Cabrón es un paseo; el descenso hasta el puente de madera sobre el Manzanares no tiene pérdida; bajamos por otro de los caminos que aquí confluyen, nos sentamos en una verde pradera a comer y ver disfrutar a los pinos jugando con las piedras. Entre bocado y bocado, Jose reflexiona sobre la importancia callada de los pioneros que se atrevieron a cruzar los caminos de la Sierra y nos dejaron las primeras huellas. Nosotros abrazamos la montaña pero no caminamos a ciegas, vamos por aquellas primeras sendas de quienes se fueron sin dejar nombre pero con el recuerdo anónimo impreso entre las piedras.

Javier Agra.
    

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