lunes, 27 de mayo de 2013

POR EL MACIZO DE AITZGORRI -2-

Apenas unos pasos más allá de la referida veleta, dicen los escritos que sale una escondida senda que evita durante un trecho las rocas puntiagudas, frente al Aitxuri…hoy está cubierto por la nieve…nosotros  descansados…el trago de agua reciente…una docena de Aaris parloteando en derredor…comentamos a los aaris – geniecillos servidores de la diosa Mari – nuestro intento de ascender y nos proponen subir “a saco” por el roquedo arriba.

Y aquí estamos Jose y yo – ahora sí, ejerciendo de montañeros – buscando la cumbre entre la niebla y el bostezo de la hora avanzada de la mañana. Bajo nuestros pies, la caliza ha formado singulares karst con figuras risueñas y felices. Paso a paso estamos de conversación con las piedras sigilosas donde anidan los aaris mitológicos, que se defienden del gato montés y de las águilas calzadas, ocupadas ahora en velocísimo vuelo del hayedo, que hace rato dejamos más abajo, a la despoblada cumbre, que se acerca a nosotros con arrugas de siglos y misterioso juego del escondite.

Cima del Aitxuri.


Acompañados por la procesional estantigua de piedras, llegamos al Aitxuri, escalamos el punto más elevado de esta cadena montañosa que entrelaza los montes de Cantabria con el Pirineo. Aquí nuestra sonrisa se une a la música del tamboril que duerme silencio de siglos sobre la cumbre…aquí recuerdo los tres años que fui vizcaíno allá en el final de mi infancia cuando la ría del Nervión soñaba con las playas de Plencia y Algorta antes de que el superpuerto se tragara las arenas cálidas…aquí recuerdo el sonido festivo del tamboril y el txistu. Más tarde, emigrante en tantos lugares de la geografía, he visto tambores de varios tamaños, desde atabalillos hasta grandes tambores de diferentes nombres sonando en diversos pueblos y he visto flautas de tres agujeros desde el primitivo silbo que construíamos en mi niñez hasta la siringa de múltiple musicalidad. Dejo el exordio.

Cima del Aketegi


Cumbre adelante Jose y yo, tal vez acompañados por un falansterio de invisibles amigos, continuamos adelante hasta llegar en pocos minutos a la siguiente cima: el Aketegi. Aún conserva el vértice geodésico pues hasta hace poco tiempo se le consideró más alto que el anterior. Nosotros llegamos, nos sentamos y nos sentimos unidos a este nuevo espacio de montaña. Conversamos con veneración con Ama-lurra, la gran creadora Mari que llena de luces la comarca y alumbra a quienes quedan en tinieblas. Sin duda está hoy paseando por estos lugares en forma de niebla persistente y húmeda. Ella, que protegió a los primeros vascos cuando las glaciaciones asolaron toda la región y los hizo regresar en el momento en que la tierra tornó a ser fértil, sabrá guiar nuestros pasos entre esta niebla de quita y pon hasta la última de las cumbres que hemos apuntado en nuestro mapa para esta jornada.

Un recuerdo del Aketegi para ellas.

Antes de seguir, añado estas flores que ya están haciendo racimo amoroso. Que sean un beso para las mujeres de nuestras casas que nos cuidan siempre como la diosa Mari, porque ellas son diosas de la paz y de la paciencia.

Ahora sí, después de este homenaje –sencillo y pobre– salimos hacia el Aitzkorri.

Javier Agra.

sábado, 25 de mayo de 2013

POR EL MACIZO DE AITZGORRI -1-


Amanece mayo entre las crines de la niebla.
Oñati duerme al filo del agua.
Inclinamos la cabeza con respetuoso saludo al pasar ante la fachada de la universidad vieja Sancti Spiritus, continuamos buscando carteles para llegar a Aránzazu.
Sirimiri y calcetines secos para comenzar la ruta – las botas están muy mojadas de la marcha de ayer –. Comenzamos.

Los dos viajeros – hasta que no superemos los llanos de Urbía, nos consideraremos solamente viajeros, después ya veremos –; los dos viajeros nos podemos dedicar al gozo de la contemplación, el sendero es muy plácido y está tan marcado que se sube por él sin posible extravío buscando las cumbres del macizo de Aitzgorri. En silenciosa conversación con la naturaleza, hemos dejado atrás la puerta verde y el letrero que nos marca la dirección al collado Elorrola y Urbía; ahora son las hayas quienes conversan tintineos de agua recién caída y de leyendas viejas; sigilosas pisadas y ocultas miradas de algún Gorri Txiki marcan el ritmo de nuestro ascenso entre la niebla y la esperanza.

El cielo de esta mañana duda entre el oscuro y el agua, entre la palabra del bosque y la niebla que baila. Las formas de los montes van pasando de la retina hasta el alma y allí anidan entre el verdor y la mirada; los montes vascos con pupilas de siglos y brotes de brillo, danzan siempre melodías de algún mágico txistu. Un eiztaria viene a nosotros por el camino, salido de golpe de entre las nieblas…después de conversar con él parece que, más que un antiguo misterioso cazador condenado a recorrer los montes vascos, es algún andarín mañanero que ha llegado – según nos acaba de comentar – hasta el Collado Elorrola, apenas cien metros más arriba de donde estamos detenidos a beber un sorbo de agua.


Foto de Komandokroketa 

Ya estamos pues en el Collado. Esta vista es la que se puede gozar y ante la que los viajeros quedan extasiados un buen rato. Agradezco a la naturaleza que haya permitido al Komandokroketa hacer esta foto del conjunto de las cumbres; agradezco al citado colectivo de montañeros sus tenaces, acertadas y agradables descripciones de numerosos lugares de montaña.

Seguimos la línea de árboles, superamos la ermita de Nuestra señora de Arantzazu que da paso a la campa de Urbia; es un amplio espacio de verdor vital, de sosiego conectado entre la naturaleza y el alma, de calma adormecida entre los susurros de la historia, de sueño dibujado a través de siglos; una ráfaga de sol nos mostró el color de la ilusión entre las rocas plateadas del fondo, el agua libre de la plataforma verde, el vuelo sigiloso de las aves que mostraban el camino; en la campa de Urbia están dormidos todos los siglos de la historia en un tic-tac y las hierbas nuevas crecen sobre las raíces antiguas cuando las Lamias bondadosas tejían caminos para guiar a peregrinos despistados.


Vista de la Campa de Urbia. (En el lugar escriben sin tilde sobre la i, pero pronuncian Urbía, con tilde) 

Importantes corrientes de agua se filtran por algún secreto ojo para salir en forma de luz no sé cuántos miles de metros más abajo entre alguna gruta caliza llena de caprichosas estalactitas y estalagmitas. Meditabundos, silenciosos, pletóricos, ensoñadores, Jose y yo – los dos viajeros de las montañas vascas – estamos llegando a las txabolas de Arbelar (lo escribo con los caracteres vascos, además de porque así lo escriben en aquellos lugares, porque para una mente castellana, las chabolas tienen un cierto sonido de desprestigio) construcciones elegantes para el descanso de los pastores y algunas para residencia temporal. Pocos metros (¿doce? ¿veintiuno?) antes de llegar a las txabolas, sale hacia la izquierda un camino que evita cruzar las viviendas…hoy encontramos caballos de hermosas patas y frondosas crines.

Comienza la ascensión, enseguida el prado sedoso se muda en rugosa piedra; la suavidad verde se hace áspero pedregal. Tal vez aquí Jose y yo – viajeros por las montañas vascas – nos transformamos en montañeros. Así vamos subiendo entre el recuerdo de los lirios y la presencia de la niebla hasta la veleta…situada a mil cuatrocientos metros en medio del pedregal…en medio de la nada… ¡claro que cumple una misión! Nosotros descansamos a su pie con la disculpa de la foto.


Sobre nosotros, asomando entre el vaivén de la niebla, están dos cumbres que tenemos intención de coronar. Las cimas de Aitxuri y Aketegui tienen un velo de misterio acunado entre las rocas de sus laderas. Vamos, esperadnos.

Javier Agra.   

domingo, 12 de mayo de 2013

ESPINOSA DE LOS MONTEROS


Llegar a Espinosa de Los Monteros es entrar saltando en la historia.
Este pueblo de la provincia de Burgos rayano a Cantabria fue tierra de Corniscos, feroces pobladores previos a los romanos; de visigodos; de constantes guerras de paso entre las tierras del llano y de montañosas tierras. Cuando aquellas tierras sin nombre ni dueño definido iban formando sus fueros, nacieron las Merindades – territorios bajo la jurisdicción del Merino, encargado de administrar la justicia del rey en la comarca –; en plena reconquista llegaron pobladores del Valle Navarro de Berrueza para continuar caminando por la historia y en los albores del siglo onceno con el Conde Sancho García se crearon los Monteros para defender y cuidar del soberano, así le fue dado apellido al pueblo conocido hasta entonces por la multitud de espinos que poblaban sus tierras y alrededores.

Nosotros llegamos a Espinosa, años y siglos más tarde, montados en caballos con motor y gasoil dispuestos a pasar la noche y pasar de largo. Pero no pudimos pasar; aunque nos fuimos, no pudimos pasar; hoy escribo este texto agradecido a sus gentes y su trato. Muchas veces pasé, siendo niño, asomado a las ventanas del viejo tren de carbón camino a Bilbao, mi infantil recuerdo nunca dejó de asombrarse de las formaciones calizas que coronaban los montes de roble y de haya.



Hoy nos alojamos en la casa Encanto – os saludo y agradezco el trato afable que nos dispensasteis en todo momento –. Tiene el pueblo una plaza con el nombre de Sancho García, custodiada por numerosos plátanos de sombra, donde pasea el sosiego entre las tabernas y los bancos de madera, a un lado el ayuntamiento a otro la iglesia de Santa Cecilia, tres naves con piedra de sillería cubierta de bóveda de crucería. El ábside se corona con la gran concha del apóstol Santiago, recuerdo acaso del antiquísimo y seguro camino que pasaba por aquí hacia Compostela, y culmina un retablo renacentista.


Casonas nobles conversan con el tiempo; allí permanece el Torreón de los Primeros Monteros, más allá la Casa de los Azulejos, la Casona aparece tras un recodo cuando aún conversamos sobre el edificio del último Montero; más de veinte casas de blasones viejos levantan canciones antiguas hacia los visitantes nuevos. Al otro lado del río La Torre de los Velasco, entre culantrillos y árboles dehiscentes, más que defender la Villa como hiciera antaño sirve hoy de mirador y de paseo entre verdes prados.

Presbiterio del templo de Santa Cecilia en Espinosa de los Monteros, con el retablo al fondo.

Ribazo abajo por una escalera de madera estamos en el Camino Olvidado, bajamos cantando recuerdos de la nieve y de las cumbres, paseamos junto al río Trueba nieto del acuoso Ebro; entre salgueros y chopos, el Trueba tiene una presa que remansa en tiempo del estío para solaz de cuerpos cansados o para entretenimiento de cuantos quieran tomar un baño, un río sosegado para este pueblo pretérito y presente entre la historia y el cuento, entre la libertad y el sueño.

En una capilla lateral, a la entrada del templo conversamos un tiempo con este Ecce Homo que lleva a su espalda los latigazos de todos los tiempos.

Espinosa de los Monteros, pueblo aprendido en la memoria de las escuelas de pueblo entre la bruma de nostalgia, atravesado a paso lento entre la niebla del tiempo y el humo del tren de carbón, el que dormía sueños de resurrección en la distancia de mi niñez será para siempre un juguete recobrado desde los balcones de sus casas, desde las sombras y los portales del paseo de esta tarde de mayo; el de los blasones dormidos en el tiempo con la historia navegando en las calles y en el viento, pueblo de espadas y de hierros, de dulce pasado y de presente con tardes de paseo entre los escudos y el agua, entre la escultural caliza y las praderas verdes donde antaño soñaron quienes se fueron a las fábricas a forjar recuerdos. El valor de Espinosa de los Monteros está en sus gentes que entregan el tiempo y la voz para que los viajeros sientan que han llegado a un lugar donde son “de la familia de toda la vida”

Javier Agra. 

jueves, 9 de mayo de 2013

CASTRO VALNERA




La historia de la subida a esta montaña puede tener muchos comienzos y un solo final.

Imaginamos la cumbre por las muchas veces que la habíamos estudiado para aprender de memoria su recorrido. Entonces nos adentramos en el campo que otrora fuera verdes bosques y hoy intrincada nevada sin dejarnos otro campo visual más que la nieve alrededor, parecía que habíamos entrado en un fiero campo de batalla contra los elementos: allí, Jose y yo, aparecíamos y desaparecíamos engurruñados entre la nevasca caída; continuamos no obstante porque nos consideramos montunos, superamos mil adversidades y sucumbimos a la fuerza de los vientos y la nieve.

El campo verde de otros tiempos se cercaba sobre nosotros en campo de concentración, no habíamos conseguido superar la zona arbolada de los pastos cuando doloridos y fatigados regresamos antes de que se tornara para nosotros en camposanto. La nieve era mordaza en nuestra cara que no en el pensamiento, siempre activo aunque morigerado. Pisada a pisada, resoplido a resoplido salimos más allá de donde las hayas se batían a nuestro lado contra la furia de la naturaleza; el Valnera había construido morrenas de nieve para defenderse de nuestro avance.



Superamos calamidades sin final como marionetas de trapo que dan consistencia a todas sus acciones porque la vida es suspenso y creación a cada segundo; los minutos eran casi una eternidad bajo las cuchillas de nieve en el rostro y nosotros queríamos engullir el esquivo sol esta mañana de mayo para calentar el alma y el cuerpo; en medio de la tormenta me acompañaba el niño que fui con sus despreocupados juegos, el mozo displicente, al compasivo adulto que llevo en la mochila y, apenas unos pasos por delante, el anciano silencioso con cadencia en la respiración, en la mirada y en el alma: no puedo ir más arriba –me decía– regresa donde la tierra baila con la luna en la serenidad de las madrugadas.



Y yo, que se que la felicidad de la montaña, consiste en la forma de subir y en el brillo dulce de la meta en la cumbre, regresé nuevamente entre el aplauso de las hayas. Regresé y arrastré en mi viaje de retorno a Jose, y arrastré al agua de los arroyos bajo la nieve, y arrastré mis pies descalzos de zancadillas y traspiés, y volé con las aves ausentes hacia la cumbre aprendida del Castro Valnera.

El Castro Valnera es la cumbre de las Merindades de Burgos. Tiene tres hijos poderosos –me había dicho Jose – allí nace el río Miera, allí nace el Trueba, allí se inicia el Pas…allí está… muy cerca del Puerto de Lunada. Las otras cosas de la cumbre y sus laderas las puedes mirar –amable lector – en cualquier página de las muchas que pueblan el dilatado mundo de la comunicación. Yo deposito aquí mi Castro Valnera, el que se me pegó al corazón cuando intenté darle cima desde las Cabañas de El Bernacho, entre la nieve y la niebla.  



Esto es lo que he visto y es menos de lo que se. La experiencia fue de gozo y nieve, de botas mojadas para la marcha de mañana y alma libre entre los cuchillos de la nevada.

Javier Agra.