domingo, 13 de abril de 2014

CHORRERA DE ROVELLANOS

Terminaba mi anterior narración en el pueblo de Canencia. Un breve paseo por la plaza para escuchar el silencio festivo de esta mañana avanzada, trae a mi recuerdo diferentes explicaciones en torno al origen del pueblo: no me atrevo a elegir entre el topónimo “canecer” de las canas blancas de sus montañas de nieve o la derivación de la ninfa semidiosa Canente, diosecilla del canto, amante feliz del rey Pico al que Circe, celosa en grado superlativo, convirtió en ave; desde entonces Canente lo busca entre el agua de los arroyos y los matorrales de las montañas. Tal vez del latín “cadere” que nosotros decimos caer, por la abundancia de sus fuentes y arroyos que caen de las cumbres a los diferentes valles.

Nada más dejar la plaza del Ayuntamiento, sale a la derecha la calle Toriles que nos lleva hasta una pista de tierra, cortada al paso de vehículos no muchos metros más allá. A esta hora el sol nos hace señas para que pongamos la gorra: ¡Se ha terminado el bosque! ¡Cuidad vuestras cabezas! En conversaciones con el sol, con los pinos y las aves, llegamos por la bien trazada pista hasta que vemos allá abajo la presa del Batán donde se juntan los arroyos Ortigal que baja por nuestra izquierda y el Matallana que llega brincando montes y riscos desde la zona de Cabeza de la Braña.


Sentado junto a la presa del Batán. 

Hasta hace pocos días, esta maravilla de Rovellanos era desconocida para nosotros; hoy no necesitamos más indicaciones para tomar la dirección correcta. Ahora lo complicado es encontrar un sendero que nos lleve hasta sus aguas. Rastreando Jose y yo, sabuesos de montaña, encontramos una senda que inicia su recorrido apartándose un poco del arroyo para ir ganando altura, después la perderá y la volverá a ganar…el sendero es un tobogán de la naturaleza…es el tobogán de la vida…sensaciones y sentimientos que construyen las olas del corazón.

Desde la distancia, descubrimos con claridad el ronco golpeo del agua sobre el rocoso cauce, el brillo fogoso de la cascada al medio día. Este constante subir y bajar por la ladera, entre espinas y arañazos de zarza se diluye por la llamada a voces del agua entre las peñas. Estamos cerca de nuestro objetivo y pensamos, los dos montañeros al mismo tiempo, que habría sido mejor comenzar la subida unos cientos de metros antes de la presa del Batán y llegar hasta la cascada por la cumbre que ahora descansa sosegada a nuestra derecha. Habría sido mejor…pero ahora ya hemos llegado por este intrincado sendero.



Para visitar con sosiego, la cascada de Mojonavalle que vimos esta mañana; ésta otra a la que acabamos de llegar y en la que estamos mojando los pies es más trabajosa. Acaso, por lo mismo, es también más desconocida y solitaria. El esfuerzo tiene muchos premios: la soledad, el silencio… ¡ah, el silencio! Sentados con los pies en la pequeña laguna donde remansa la Cascada de Rovellanos podemos meditar largamente sobre la vida y filosofar incluso sin miedo a ser interrumpidos si no es por algún curioso pájaro o algún sediento animalillo que se llega hasta estas espesuras a buscar vivienda y agua.

La cascada se remansa en una poza escondida entre amplia vegetación despreocupada, protegida y adornada por sauces y fresnos. Aquellos sauces de mi infancia, de donde cortaban nuestros mayores las vilortas para construir con ellas las cestas tan útiles y necesarias en las tareas domésticas. Con los pies frescos en el agua, me doy cuenta que cuando hablo de mis pueblos no puedo recordar otra cosa que no sea mi infancia. Los años posteriores seguí naciendo a la vida y sus experiencias en otros diferentes y lejanos lugares, no volví a Acisa de las Arrimadas sino en contadas y separadas ocasiones. Y ahora que la nieve de los años deposita serenidad sobre mis sienes recuerdo… y pienso que seguramente tendría que volver alguna temporada por aquellos pueblos donde comencé a nacer.



El regreso pudo haber sido plácido y sin inventar senderos…pudo. Pero los montañeros pensaron que saliendo por la otra orilla a media ladera encontrarían algún apacible sendero. Allí entendimos el abandono de nuestros montes, allí padecimos la ausencia de referencias, allí prorrumpimos en lamentos de la vida endurecida; allí creímos que alguna serpiente acabaría con nuestras vidas; allí imploramos al sol que se detuviera y alumbrara nuestros pasos; allí…allí veo un claro que baja hasta el arroyo…llegamos hasta su orilla y saltamos como mejor pudimos; allí fue nuestro gozo y emocionada alegría; allí dio fin la singular aventura del regreso de los dos montañeros inventando senderos entre espinos fieros y violentas retamas.

Entrados ya en la amplia pista de tierra, solamente quedaba llegar hasta unos cercanos pinos y sentarnos a comer a la caricia de la sombra. Los violines de las aves ponían música a nuestro almuerzo, allá abajo ronroneaba cadente el arroyo del Batán momentos antes de llegar al molino del Morote, también llamado molino del Gollote. Apenas nos percatamos de la presencia de la ninfa Canente quien nos preguntó por su amado Pico, el rey de los laurentes. No pudimos apagar su sed.


Javier Agra

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