jueves, 29 de diciembre de 2016

LAGUNILLA DEL LOMO



Esto era una mañana invernal con la nieve en las alturas y el ventarrón aumentando a medida que los montañeros ascendían; esto era el cielo entre nubes que se cerró de niebla y densa nube a medida que los montañeros conquistaban altura; esto era un día frio entre la escarcha y la cencellada que se tornó en gélida perversión con las horas y los metros montaña arriba.
 
Subir hasta el Collado de la Ventana desde Soto del Real es una tarea interesante pues es necesario llegar hasta el Arroyo Mediano a través de una pista complicada por el bacheado y deficiente estado del firme, se añade además un complejo devenir laberíntico de pistas. Superamos el embalse del Mediano que abastece a Soto del Real y aparcamos apenas superado el puente sobre el Arroyo del Mediano.

Desde el Hueco de San Blas se ven las montañas de la Cuerda Larga cerradas por la Najarra; bajo las cumbres, entre los pinos pistas para bicicletas y el amplio sendero hacia Hoyo Cerrado.

Hasta llegar a la Lagunilla del Lomo es un paseo ligero y agradable entre pinares que apuntan como flechas libres hacia el cielo, esbeltos pinos con la rectitud y altura imperiosa de sus troncos protegidos por las montañas cercanas. Primero caminamos durante un buen trecho por la continuación de la pista metidos ya en el Hueco de San Blas. A nuestra derecha la vista se posa dulce y amplia en las praderas que forman el valle hasta la siguiente línea de montañas suaves que llevarían hasta las inmediaciones del Hoyo Cerrado y la vistosa cumbre de la Najarra que cierra la Cuerda Larga. El Arroyo Mediano suena con melodías de trompeta y violín en esta época del deshielo de la nieve que endulza la vida al cariño del sol.

En otras marchas por estos ligares buscamos alguna senda que sube hacia la cresta de cumbres recién pasada la barra canadiense situada enseguida que comenzamos a caminar. Hoy elegimos la más distendida ascensión por la pista entre el pinar. Veinte minutos, tal vez, llevamos caminando; el arroyo suena ahora allá abajo buscando recodos y majuelos; a nuestra izquierda sube un sendero muy marcado que juguetea sinuoso ascendiendo entre el pinar. Silba el viento alguna vieja canción, aumenta su intensidad monte arriba y las altísimas copas de los pinos acompañan con un baile su movimiento; primero fue ligero, pero a medida que ganamos altura se hace amplio y ronco.

En la Lagunilla del Lomo

Atravesamos una pista y continuamos monte arriba. Los pinos han perdido tamaño y se retuercen para defenderse de la intemperie que, sin duda, soportan con frecuencia. Estamos en una extensa planicie donde la Lagunilla del Lomo tiene estos días agua extendida y aún escondida entre los huecos de los pinos y bajo la abundancia de hierba. Hasta aquí es un paseo recomendable para el disfrute de la montaña. 

Nosotros, cabezones montañeros, continúanos montaña arriba por el marcado cortafuegos buscando el Collado de la Ventana. Sabemos que la nieve ha ocultado diferentes pasos entre rocas. La niebla y la ventisca son constante compañía. Buscamos alternativa en el pinar. A veces perdemos el camino por un instante. La oscuridad de la nube se apodera del entorno. El viento es más audaz de lo que quisiéramos, parece que su único objetivo es acompañarnos ladera arriba, como que no tuviera otra cosa que hacer en toda esta jornada.

Los montañeros resistimos embestidas y borrascas para llegar hasta el Collado de la Ventana.

Los montañeros resistimos embestidas y borrascas para llegar hasta el Collado de la Ventana. Los montañeros nos refugiamos por un instante entre unas piedras escuchando las bravías palmetadas que el viento da en la roca y quisiera darnos en la cara. Regresamos por donde vinimos, aguantamos las bofetadas del aire pues sabemos que es un rudo acompañante y su carcajada es más de aliento que de rechazo. Forma parte de la defensa que siempre pone en liza la montaña.

Con alguna que otra culada sobre la nieve, los montañeros bajamos hasta la Lagunilla del Lomo. Nos detenemos para dar cuenta de las viandas, la niebla quedó cien metros más arriba, la nevada no ha llegado hasta aquí más que en blanquecinas pinceladas, el ventarrón dejó más arriba sus carcajadas. Estamos sentados sobre el musgo de la piedra disfrutando de la placidez de la montaña.

Javier Agra.

martes, 27 de diciembre de 2016

ROBLES EN EL MONTE DE LA RAYA



Los aullidos de los humanos alcanzan una ferocidad tan intensa que el corazón late asustado con una aceleración de sístole y diástole difícil de controlar, las pupilas distorsionan el entorno en el que caminamos a diario, hasta el estómago parece dar exacerbados saltos enturbiando las entrañas.

En esos momentos de terror imperante e inconsciente, el montañero madruga más que el sol y busca la dulce serenidad de la naturaleza que respira armoniosa quietud, el cántico sinfónico de los arroyos que expanden su sosiego por las laderas de lentísimo aliento, la luminosidad multicolor de las brillantes piedras, de los plumajes rítmicos de las aves, de la mirada cómplice de las variadas especies de animales que juegan o buscan entre la sinuosa vegetación o los danzarines roquedales.

El montañero llega a los prados del Monte de la Raya para saludar a los viejos robles que hace pocos días dejó en inconclusa conversación.

El montañero se adentra en los montes brillantes de desnudos robles y alfombrados en prístinos colores matinales. Sin ser dendrólogo, el montañero conoce unos cuantos nombres y sabe si habla con un árbol o con una enredadera y así camina monte arriba buscando la pradera del Descanso del Rey donde hace unos días dejó aquellos viejos robles en inconclusa conversación.

Doscientos años tarda un roble en hacerse adulto, todo ese tiempo lo emplea en pensamientos serenos y en acoplar su raíz a la tierra, todos esos años contempla el transcurso de las estaciones desde la armonía fluida de su savia arbórea. Después puede vivir varios cientos de años más mientras añade grosor a su tronco de modo casi imperceptible y ocupado en reproducirse con la ayuda del viento, de los animales… desde la paciencia de entender que solamente una de cada diez mil bellotas germinará en otro roble nuevo. 

Los robles cuentan que el tiempo de la naturaleza tiene ritmo pausado, que la calma de la naturaleza mantiene llanto y risa sobre la tierra para que la armonía germine en vida.

El roble me cuenta que ya era entrañable hace miles de años. Los griegos emparentaban la sabiduría de los druidas con la fortaleza del roble. Los celtas dedicaban el séptimo de los trece meses en que dividían el año, al roble; en su mitad celebraban unas fiestas de siete días para honrar su fortaleza y sabiduría y así dividían el año en dos mitades. En el roble se encontraba almacenada la sabiduría divina, los druidas usaban su mediación para unir la fuerza de la divinidad al esfuerzo de los humanos. Los latinos tenían la misma palabra para referirse al roble y a la fortaleza, así “robur” era fuerza física y también entereza moral.

Estos robles, desde el sosiego de su retiro, han sabido de violentas batallas, de asesinatos, de latrocinios y vilezas; estos mismos robles esperan el día en que el león y el caballo pasten juntos, en que el lobo y el cordero beban al unísono del mismo arroyo, en que el niño humano y la serpiente jueguen juntos en la misma pradera. Estos robles acarician el corazón de los humanos y lo llenan de fortaleza y sosiego.

Javier Agra.  

sábado, 24 de diciembre de 2016

EL MONTE DE LA RAYA



Los nombres normalmente indican con determinación una predisposición hacia alguna gesta por parte de quien lo lleva o al menos pretendemos identificar a quien lo tiene con alguna cualidad. Pero algunas veces los nombres son un poco inciertos, tal ocurre con el muy recomendable paseo que describo en esta entrada del blog.

En los prados contemplamos el sol en las cumbres que desciende veloz para calentar la tupida alfombra de helechos y hojas secas crujientes aún por el efecto de la noche helada.

Pasado apenas quinientos metros de Miraflores de la Sierra en dirección al Puerto de la Morcuera, sale un sendero señalizado hacia la cercanísima área recreativa “La Fuente del Cura” al lado del río Guadalix. De su parte alta sale una pista en medio de un sosegado monte de roble rebollo. Los montañeros caminan entre la neblina de la mañana sonrosada por el color de los iniciales rayos del sol.

El embalse marca el final de la pista que ahora se metamorfosea en sendero perfectamente marcado por las marcas blancas y verdes que señalan una senda local. Las rebollas y las pequeñas praderas sueñas con el sol que vendrá a calentar su tupida alfombra de helechos y hojas secas crujientes aún por efecto de la noche helada.

En los Llanos de la Matanza. Subiremos hasta el pinar dejando a nuestra izquierda el Arroyo de la Vejiga.

El espacio se agranda cuando llegamos a los Llanos de la Matanza. Las marcas indican una clara dirección, preferimos remontar hacia el pinar que tenemos frente a nosotros dejando a la izquierda el Arroyo de la Vejiga y una zona de humedales mientras contemplamos el sol aposentado ya en las cumbres de la Najarra y descendiendo en veloz trote hacia las laderas que estamos remontando.

Alcanzamos un camino pecuario que recorre toda la línea del pinar dibujando una larguísima raya en la falda del monte, por eso se llama este artículo el monte de la raya. Los montañeros continuamos en dirección hacia el Puerto de la Morcuera que dominamos con la vista y al que podríamos llegar sin mucho esfuerzo, pero nos detenemos para escuchar la música agreste del Arroyo de la Media Luna. 

Llegamos hasta el Arroyo de la Media Luna. En el cielo juegan al escondite las bulliciosas y cambiantes nieblas con el sol camuflado en moneda de plata.

En el cielo juegan al escondite las bulliciosas y cambiantes nieblas con el sol camuflado en moneda de plata. Los montañeros participamos del escondite y nos adentramos en el tupido pinar entre el canto del carbonero garrapinos y el brillo verde del musgo. El Arroyo de la Media Luna parece bravío entre la poca lluvia y el goteo constante de la nieve del Pico Najarra. Cuando llegamos a la pista del Pinar de Aguirre decidimos regresar y recorrer el cordal del camino pecuario que sigue la ladera del pinar. Enseguida estamos flanqueados por el pinar a nuestra derecha ladera arriba y por los robles rebollos ladera abajo que mantienen en el monte un brillante color entre amarillo y ocre, pálido oro que enciende los huertos a nuestro paso, hasta alcanzar un amplio paisaje de prados que caminan hacia el collado.

Panorámica. En el amplio paisaje de prados contemplamos una charca vallada destinada a la protección de anfibios, al fondo un conjunto de austeros robles centenarios.

Tal vez este lugar sea el conocido como El Descanso del Rey. A la derecha, cerca de los pinos, una charca vallada está destinada a la protección de anfibios. A la izquierda, una docena de fornidos robles centenarios llaman desde la silenciosa austeridad a cuantos pasean por estos lugares; nos acercamos, conversamos con ellos, nos fotografiamos y les rendimos  reverencia  antes de emprender nuestro camino.

Ante los robles centenarios. Este árbol que tiene un promedio de vida de trescientos años, puede llegar a mantenerse sonriente y vivo hasta mil años.

Llegamos a la parte más alta de la pradera. A la derecha, a través de una portilla, continúa la senda por el pinar montaña arriba. A la izquierda retomamos nuevas señales de senda local, en este caso SL-02 que nos dirigen sin posible pérdida monte abajo entre el viejísimo robledal en el que otrora trabajaron muchas personas durante muchos años haciendo carbón vegetal. Salimos del Monte de la Raya a la pista del Pinar de Aguirre muy cerca del lugar donde habíamos aparcado el coche.

El sol canta mediodías en lo alto del cielo completamente azul.

Javier Agra.  

viernes, 16 de diciembre de 2016

CIRCULAR ARROYO DEL CHIQUILLO



Camino del Puerto de Navacerrada, partiendo desde Madrid, apenas superado el desvío hacia la Barranca existe una pequeña explanada ideal para aparcar media docena de coches. Comienza en ese punto, una preciosa marcha que nosotros hicimos de modo circular.

Se incendiaba la tierra con iluminadísimos tonos del sol de la aurora; madrugaba la arboleda entre peines de oro y lejana palidez de piedra.

Apenas superamos, sin ninguna dificultad, la verja que adentra a los montañeros en plena naturaleza; cuando aún se escucha en el cogote el freno de los coches en la curva que continúa asfalto adelante, los montañeros ya tienen el brillo de la naturaleza brotando en sus pupilas; comienzan las horas sin tiempo, los minutos son costura entre el presente y un tiempo remoto asentado en el presente para saltar hacia el futuro en cada instante y con cada paso de los asombrados montañeros.

El asombro es constante en la montaña. Si mil veces fuera paseada la misma senda, mil veces asombraría con diferente intensidad. El suelo ocre de la tierra humedecida por la escarcha acoge la huella firme de los montañeros en su camino hacia los pinos que juegan al escondite con los rayos de un sol que a esta hora comienza a calentar; el agua gotea entre las hojas con sonido de invisibles campanillas; el agua es ahora vapor que asciende en espirales juguetonas entre las sonrisas cómplices de los montañeros.

Ascendiendo por la senda del Arroyo del Chiquillo, las vistas se extienden hacia las llanuras del embalse de Navacerrada.

Entre los pinos, la subida se hace empinada, ardua y trabajosa durante unos cuantos metros. Piensan los montañeros que así es en la montaña como en la vida un animoso caminar constante entre el esfuerzo y la calma, entre la lucha y el sosiego. A veces pierden el sendero entre las retamas, entre las piedras informes, entre las retorcidas rebollas; entonces miran a lo alto y encuentran un estímulo, una meta, un lugar al que llegar.

Los montañeros encuentran de nuevo el sendero, las marcas en la piedra y en los árboles que les señalan el camino y dejan por un instante sus dudas porque han encontrado las señales de otros montañeros que antes que ellos también buscaron senderos por los que superar las adversidades del pedregoso caminar. Llegan los montañeros a un valle sosegado y fértil, diminuto y escondido donde muy bien podrían plantar una cabaña e iniciar una ermitaña existencia. Pero se hacen una fotografía y continúan montaña arriba, saben que han de vivir su ascética vida en el tráfago de la bulliciosa ciudad.

Bucólico valle de novela pastoril con La Maliciosa al fondo.

Jose, que tiene sabiduría de montaña y sabiduría en el contexto general de la vida, indica que desde la Senda Ortiz a la que ahora llegamos debe salir una senda que corta la montaña hasta el Mirador de las Canchas. De inmediato lo encontramos muy bien dibujado aunque con las marcas blancas y verdes borrosas las más de las veces cuando no ausentes. El espacio se expande hacia la cumbre, la vista de los montañeros nombra otras montañas más lejanas visitadas en diferentes ocasiones. Entre el sosiego y la conversación nos acercamos al Mirador de las Canchas.

Tenemos aún muchas horas de sol y suficientes fuerzas para continuar montaña arriba los pocos más de cien metros que nos separan de la cumbre de la Peña Pintada, de modo que subimos a veces por sendero a veces por donde en épocas de lluvia el agua forma torrenteras.

Desde la cima de la Peña Pintada la vista no tiene ningún obstáculo en los trescientos sesenta grados de la redondez de nuestro círculo. Subido en lo más alto miro hacia La Serrota y Gredos mientras Jose fotografía la panorámica nevada de La Maliciosa y la Bola del Mundo.  

Regresamos, cerrando un círculo, por el llano donde antaño hubo un hospital; regresamos buscando algún sendero no encontrado, algún sendero perdido en la soledad del tiempo infinito; regresamos montaña abajo entre pinos y arbustos de diferentes especies que nos reclaman un minuto de atención y de sonrisa. De pronto el sonido profundo del Arroyo del Chiquillo reclama nuestra atención; alcanzamos la misma senda por la que habíamos iniciado el ascenso para cerrar nuestro paseo circular por el Arroyo del Chiquillo.

Antes de rubricar este relato coloco la fotografía con Jose y Ángel en la cima de la Peña Pintada; su imagen aún no ha salido en esta narración.

Javier Agra