viernes, 16 de diciembre de 2016

CIRCULAR ARROYO DEL CHIQUILLO



Camino del Puerto de Navacerrada, partiendo desde Madrid, apenas superado el desvío hacia la Barranca existe una pequeña explanada ideal para aparcar media docena de coches. Comienza en ese punto, una preciosa marcha que nosotros hicimos de modo circular.

Se incendiaba la tierra con iluminadísimos tonos del sol de la aurora; madrugaba la arboleda entre peines de oro y lejana palidez de piedra.

Apenas superamos, sin ninguna dificultad, la verja que adentra a los montañeros en plena naturaleza; cuando aún se escucha en el cogote el freno de los coches en la curva que continúa asfalto adelante, los montañeros ya tienen el brillo de la naturaleza brotando en sus pupilas; comienzan las horas sin tiempo, los minutos son costura entre el presente y un tiempo remoto asentado en el presente para saltar hacia el futuro en cada instante y con cada paso de los asombrados montañeros.

El asombro es constante en la montaña. Si mil veces fuera paseada la misma senda, mil veces asombraría con diferente intensidad. El suelo ocre de la tierra humedecida por la escarcha acoge la huella firme de los montañeros en su camino hacia los pinos que juegan al escondite con los rayos de un sol que a esta hora comienza a calentar; el agua gotea entre las hojas con sonido de invisibles campanillas; el agua es ahora vapor que asciende en espirales juguetonas entre las sonrisas cómplices de los montañeros.

Ascendiendo por la senda del Arroyo del Chiquillo, las vistas se extienden hacia las llanuras del embalse de Navacerrada.

Entre los pinos, la subida se hace empinada, ardua y trabajosa durante unos cuantos metros. Piensan los montañeros que así es en la montaña como en la vida un animoso caminar constante entre el esfuerzo y la calma, entre la lucha y el sosiego. A veces pierden el sendero entre las retamas, entre las piedras informes, entre las retorcidas rebollas; entonces miran a lo alto y encuentran un estímulo, una meta, un lugar al que llegar.

Los montañeros encuentran de nuevo el sendero, las marcas en la piedra y en los árboles que les señalan el camino y dejan por un instante sus dudas porque han encontrado las señales de otros montañeros que antes que ellos también buscaron senderos por los que superar las adversidades del pedregoso caminar. Llegan los montañeros a un valle sosegado y fértil, diminuto y escondido donde muy bien podrían plantar una cabaña e iniciar una ermitaña existencia. Pero se hacen una fotografía y continúan montaña arriba, saben que han de vivir su ascética vida en el tráfago de la bulliciosa ciudad.

Bucólico valle de novela pastoril con La Maliciosa al fondo.

Jose, que tiene sabiduría de montaña y sabiduría en el contexto general de la vida, indica que desde la Senda Ortiz a la que ahora llegamos debe salir una senda que corta la montaña hasta el Mirador de las Canchas. De inmediato lo encontramos muy bien dibujado aunque con las marcas blancas y verdes borrosas las más de las veces cuando no ausentes. El espacio se expande hacia la cumbre, la vista de los montañeros nombra otras montañas más lejanas visitadas en diferentes ocasiones. Entre el sosiego y la conversación nos acercamos al Mirador de las Canchas.

Tenemos aún muchas horas de sol y suficientes fuerzas para continuar montaña arriba los pocos más de cien metros que nos separan de la cumbre de la Peña Pintada, de modo que subimos a veces por sendero a veces por donde en épocas de lluvia el agua forma torrenteras.

Desde la cima de la Peña Pintada la vista no tiene ningún obstáculo en los trescientos sesenta grados de la redondez de nuestro círculo. Subido en lo más alto miro hacia La Serrota y Gredos mientras Jose fotografía la panorámica nevada de La Maliciosa y la Bola del Mundo.  

Regresamos, cerrando un círculo, por el llano donde antaño hubo un hospital; regresamos buscando algún sendero no encontrado, algún sendero perdido en la soledad del tiempo infinito; regresamos montaña abajo entre pinos y arbustos de diferentes especies que nos reclaman un minuto de atención y de sonrisa. De pronto el sonido profundo del Arroyo del Chiquillo reclama nuestra atención; alcanzamos la misma senda por la que habíamos iniciado el ascenso para cerrar nuestro paseo circular por el Arroyo del Chiquillo.

Antes de rubricar este relato coloco la fotografía con Jose y Ángel en la cima de la Peña Pintada; su imagen aún no ha salido en esta narración.

Javier Agra

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