martes, 27 de febrero de 2018

EL TURBÓN EN EL RECUERDO



El arroyo Urmella es una pequeña porción del río Isábena de frecuentes erosiones y crecidas, que llega al Ésera, para después aumentar el caudal del Cinca y juntarse con la montonera de agua del Ebro antes de visitar los peces y los barcos del Mediterráneo. Mis pensamientos fluían por las calles de Castejón de Sos mientras paseaba la noche anterior a comenzar la subida al Turbón.

El Collado de San Adrián es un lugar privilegiado para contemplar la amplitud del valle sinclinal de origen glaciar que conduce hasta la cumbre del Turbón.

Ha quedado atrás La Muria y el barranco Cogulas donde el camino mal asfaltado se hace tierra hasta llegar a Selva Plana donde se allana y se extiende un frondoso prado de hierbas y rico matorral dominado por el serval del cazador. Aquí diferentes señales bien colocadas sirven para anunciar, entre otras sendas, el camino que asciende al Turbón. Tal vez se aventuró algún bucardo a pastar en estos prados cobijado en el misterio de la noche.

Dicen que después del bíblico diluvio universal, Noé, con los otros siete humanos de su familia y aquella multitud ingente de animales, exclamó sobre la montaña: ¡Ya turba l’arca! ¡Ya encalla el arca! Y desde entonces aquel asombroso y amplísimo monte se llamó el Turbón.  

Desde la amplia meseta de la cumbre del Turbón, la montaña es un mar de olas de piedra y vegetación por las que saltan las emociones y los deseos de los corazones. Bajo aquella boira, o acaso nube, se esconde la Maladeta.

Desde el Coll de Fadas la vista tiene tal poder de atracción que permanece ya para siempre en el corazón; aquel inmenso valle sinclinal de origen glaciar se posa y anida en el alma de quien lo ha visto; paso a paso más allá del tiempo quien viajó alguna vez por aquel valle calcáreo en ascenso escalonado, sueña bellezas imborrables. Aquí vi la mayor cantidad de edelweiss que he contemplado nunca. Por aquí vuelan en juegos y captura de alimento acentores y chovas, mientras mantienen la distancia de las águilas.

Acaso en la Coma de San Adrián se sentaron alguna vez aquellos dos sacristanes a quienes dio vida Sor Juana Inés de la Cruz, con sus discusiones sobre el nombre que convenía más a María la Madre de Jesús, el Cristo, cuando aún era niña. El sacristán Llorente defendía que puesto que nacía para ser madre había que considerarla “qua natus” (de la que nacerá el niño); ¿Cómo vas a llamarla madre a una “oritur tenera” (niña recién nacida)? -decía el sacristán Benito- Tendrá que ser gratia plena.

Sobre la amplia cima del Turbón, la vista se extiende en todas las direcciones. Hacia el Oeste, La Plana, Campo…

La Coma de San Adrián con su fuente fresca todo el año es un lugar de solaz. Allí sentado algún tiempo asistí a la acalorada discusión de los dos sacristanes con la letra cantada con música del italiano Roque Ceruti (1685-1760) uno de los tres italianos que compusieron y trabajaron para el Virreinato del Perú. Mientras subía hasta la cima del Turbón sonreía por la dicha del lugar y por el recuerdo de la interpretación jocosa de las sopranos Blanca Gómez y Delia Agúndez; interpretación tan amena y vivaz que contagió de entusiasmo al auditorio. Seguramente algún armiño de estos valles también mantendría su quietud por un instante para escuchar tan armónicas voces. 

La cumbre del Turbón es una amplia llanura que requiere algún tiempo para ser recogida en el corazón y en la memoria entre el agradecimiento y la admiración. Desde sus dos mil cuatrocientos noventa y dos metros, este macizo del Pirineo de Aragón domina cumbres, valles, ríos…lanza el espíritu y el aliento humano hasta las más alejadas tierras donde es necesario cambiar las armas por arados, las batallas por semillas, la violencia por árboles frutales.

Vistas de parte de cumbres del Pirineo, entre otros el TURBÓN. Desde la cumbre del Aneto un día de agosto.

Javier Agra.

sábado, 24 de febrero de 2018

EL MONTE DEL PARDO TIENE RUINAS



Varios sillares de piedra que fueron parte del templo del Buen Suceso de Madrid, conviven con las encinas del Monte del Pardo entre la nieve y el viento.

Amanece en esta tierra variada y limpia, áspera y feliz. De nuevo he contemplado la primera luz paseando entre las encinas del Monte del Pardo. De nuevo he llegado envuelto en este sorprendente claroscuro de vegetación y arena hasta los sillares ruinosos de lo que fueron magníficas columnas y edificación potente del templo del Buen Suceso en Madrid.

Flores talladas en piedra con certeros cinceles de artistas sin nombre duermen sobre esta tierra ajada y próspera, entumecida y cálida.

Allí están en medio de un paisaje de sosiego. Cómo llegaron hasta aquí aún sigue siendo para mí parte de los misterios de esta tierra que habitamos, tierra dolorida y risueña, acuchillada y acogedora. Ya se ha ido la nieve que cubrió estas piedras antaño reverenciadas y miradas con curioso asombro por más de un visitante de aquellos muros del templo que ocupó su espacio en la madrileña zona de Argüelles.

Detalles y vida, historia y recuerdos, amanecer y sol entre los sillares y las encinas.

Por estos aledaños del Monte del Pardo hay indicios de trincheras y dolor, acaso más tarde de escombreras y olvido. Pero yo quiero resaltar la vida que por aquí se abre paso a través de tantos siglos y tantos azares que han ido construyendo esta tierra que hoy es nuestra y de la que nosotros somos parte igual que las encinas y las bandadas de pájaros que sobrevuelan a esta hora de la mañana.

La piedra se llena de vida y canta a la naturaleza.

Me he sentado en los sillares que fueron un día templo y hoy son paisaje de la naturaleza siempre respirando movimiento. De aquel edificio que fue templo y hospital paredaño, hoy queda el antiguo órgano en el templo nuevo y edificios de viviendas que acaso han olvidado su pasado. Algún tiempo permanecerán estos recuerdos de piedra que hablan con el viajero de aquellos años finales del siglo quince cuando se formaron de las moles de piedra de alguna cantera. 

Javier Agra.

lunes, 5 de febrero de 2018

RONDA




Detenemos el coche en algún punto de la Sierra de Las Nieves. La vista es inmensa, hacia el horizonte, espectacular hacia la profundidad de los cortados valles de los ríos Guadalmina y Genal. La nieve se acumula aún en las cunetas de esta altura entre pinsapos y variedades de encinas.

Antes de separarnos de la costa, pasamos por las playas de Marbella; por su avenida del Mar donde están expuestas diez esculturas de discutido origen, pues no se ponen de acuerdo ni los lugareños ni los críticos sobre si son de Dalí o construidas a partir de pequeños formatos del autor; lo cierto es que me parecieron una aportación llena de virtuosismo y originalidad; visitamos el cuidado Parque de la Alameda con su fuente dedicada a la Virgen del Rocío.

Fuente del Parque de la Alameda en Marbella

Los cuarenta y ocho kilómetros de carretera para subir a Ronda son una ascensión entre la sorpresa, el susto y el goce de los sentidos. Seguramente la visión de estos paisajes desde el coche sea diferente según las afinidades montañeras o los niveles de vértigo de cada persona que opine. La Sierra de las Apretadas hace retorcerse a la carretera antes de explosionar en la belleza mágica de la Sierra de las Nieves. 

El cañón de Ronda se abre en gozoso acantilado sobre la llanura que alimentó a Roma y a Cartago.

La Serranía de Ronda desemboca en una fértil meseta de verdor, amplia y sosegada en su cumbre. Hemos subido entre quejidos, escoltados por invisibles cabras de monte, más de setecientos metros desde la orilla del mar hasta la luz abierta en horizontes sin final donde la serenidad de sus llanuras produce sosiego y libertad. Llegamos así a Ronda entre el blanquecino anuncio celeste de otro frente de agua y la ilusión por visitar la ciudad que, entre los muchos avatares de la historia, fue algún tiempo reino musulmán independiente antes de pasar a integrarse en el reino sevillano de Al-Mutadid.

La Calle Carrera Espinel es de sereno recorrido peatonal, calle de colores y aromas llenos de vida. Paseamos la calma por sus calles, visitamos parques y edificios de historia y nombre, de años dormidos en el tiempo. Ronda, ciudad que alimentó a Cartago y a Roma; Ronda, ciudad de manos extendidas a todos los pueblos de la historia.

Paseamos desde Carrera Espinel por sus parques y altos acantilados que se esconden detrás del Parador. Aquí está el ojo del Puente, allá abajo se mueven lentas las aguas del río Guadalevín de breve recorrido y universal nombre. Muy pronto llevará su diminuto nombre y la inmensidad de Ronda hasta el río Guadiaro, juntos correrán aventuras hasta desembocar por Sotogrande en el Mediterráneo.

Nosotros, como todos los visitantes de Ronda, también necesitamos asomarnos a su asombroso cañón; el Tajo de Ronda es un corazón admirado, recorrido por las aguas del río Guadalevín. El Tajo de Ronda es un acantilado de sueños sobre las tierras llanas. Imagino al soldado poeta sevillano Baltasar del Alcázar, que vino a vivir a Ronda su retiro, escribiendo desde estas alturas su poema “Una cena” En Jaén, donde resido,… tantas veces recitado para aquellos que fueron mis alumnos. Por estas alturas de fantasía e imaginación corrió su infancia Vicente Espinel antes de construir los versos que hoy llevan su nombre “espinela” y de idear la sexta cuerda para la guitarra, siempre amable compañera en sus muchos viajes.

Llegamos hasta la iglesia de San Sebastían en Cañete la Real con el único propósito de visitar la imagen de la Virgen de la Aurora. Aquí está la imagen fotografiada.

Desde Ronda, nos fuimos a visitar la Virgen de la Aurora en Cañete La Real; regresamos por los pueblos de la Hoya de Málaga hasta Benalmádena en un recorrido circular lleno de variedad, colorido y sereno entusiasmo.

Javier Agra.