sábado, 31 de marzo de 2018

ENTRE ESPAÑA Y PORTUGAL: MOLINOS DE AGUA


La transmisión oral ha tenido su parte de influencia en la evolución de los diferentes idiomas. Existen varios lugares en nuestra geografía española donde esta circunstancia se nota de un modo palpable, uno de ellos es Aliste en Zamora. En Moveros, de la citada comarca de Aliste, paso algún tiempo desde hace varias décadas y lo he comprobado con diversos vocablos.

Desde Moveros salimos una tarde de paseo y reconocimiento para recordar aquellos antiguos molinos, movidos por el agua, de los que se sirvieron durante siglos nuestras pasadas generaciones. Afortunadamente llevábamos una excelente guía que conoce los vericuetos y las entrañas de la zona. Desde el Picón sale un camino muy bien preparado que llega hasta el paredaño pueblo de Fornillos. 

Pequeño embalse para surtir de agua al molino de La Jafriz.

En el término que se llama Los Barreros nos desviamos, por sendas menores con amplio arbolado y monte bajo, hasta La Jara y otros lugares de pintorescos nombres. Llegamos al Molino de La Jafriz que mueve su muela con el agua del arroyo La Jariz. Estos pueblos leoneses, castellanos y también de otras Comunidades tienen el silencio de la soledad, del vacío, de la emigración. Mientras camino por el mote me parece que entro en otros siglos muy antiguos cuando la humanidad comenzaba su expansión.

Rueda del molino de La Jafriz. Al fondo, la compuerta por donde salía el agua con fuerza suficiente para mover la rueda. En primer término, el fantasmal espíritu de algún molinero de antaño.

Llegados a unas peñas muy visibles, encontramos una línea de luz eléctrica, seguimos su trazo como mejor podemos y llegamos hasta el molino que buscamos. El molino de La Jafriz está recuperado como reclamo para el turismo rural. Un acondicionado embalse de pequeño tamaño (el agua es escasa en estos lugares) vierte su agua a través de una compuerta sobre la rueda que hace girar la piedra del molino. Un proceso ancestral del que los humanos nos servimos durante siglos, que estos días se mantiene solamente como curiosidad pedagógica.

El Arroyo La Jariz (¿ha perdido la f?) se muestra con brío estos días de primavera después de las abundantes aguas de este año. Verdean sus riberas, comienza a estallar la vida en las puntas de los pequeños y abundantes robles que por estos lugares se llaman rebollos y en aquellas tierras de Acisa, donde yo comencé a nacer, llamamos rebollas. Las aves son felices en este sosiego silencioso.


Erguido sobre una lágana  escucho el susurro libre del viento, el aleteo confiado de los pájaros, el roce suave de la piedra y el agua; la vida en primavera es serenidad y asombro.

Continuamos la marcha por senderos conocidos por nuestra guía que pasó aquí los primeros años de su memoria y juventud primera. El monte mezcla árboles viejos y nuevos troncos de brillo y fronda creciente. Llegamos al Arroyo del Manzanal. Esta primavera tiene tanta agua que parece que llega para quedarse, los que lo hemos visto durante muchos años sabemos que también él tendrá sed en el verano. Cruzamos por un puente de piedra y nos acercamos a otro molino que hace aún veinticinco años estaba activo. 

El Arroyo del Manzanal, para nosotros solamente el Arroyo, alimenta el molino que vi trabajar hasta hace veinticinco años.

Hoy el molino se mantiene en pie, cerrado con gruesa llave, en el temor de que alguna nevada resquebraje su antiguo tejado. El molino no se queja, nos mira y nos cuenta la historia de siglos por estas solitarias tierras. En nuestro camino hemos dejado diversas paredes caídas de lo que fueron rediles llenos de ovejas, establos derruidos donde rumiaron las vacas en noches de lobos y de ventisca.

De nuevo se amplía la senda entre matojos y jaras. Llegamos a los Carrascos y continuamos la carretera que une Brandilanes y Moveros. La carretera está tan llena de baches y agujeros que parece haber perdido el nombre y la función de carretera. Maravilloso paseo circular de menos de cinco horas, de sosiego duradero, de ensoñación sin tiempo, de siglos de recuerdos. 

Javier Agra.

domingo, 11 de marzo de 2018

MAMPODRE Y TRAVIESOS SE SALUDAN



Jose me ha mandado dos fotografías donde se contemplan en espejo de lejanía dos de nuestras numerosas marchas por las montañas de esta península llena de dolor y entusiasmo, de sobresaltos y grandezas, de tenebrosa apatía y de luminosa creatividad.

Llegamos a Los Traviesos o Torre de Alba desde el Reufgio de Vegarredonda, como ya he comentado en más de una ocasión; ascendimos a las diversas cumbres del Mampodre desde Maraña, como dicho tengo en diferentes artículos. Ambos montes son poderosos en altura y extensos en su cima, en las dos montañas se recorre durante largo espacio su altitud y se expande la mirada hasta lugares que se pierden en desconocidos nombres.
 
Desde el Mampodre contemplamos el Pico de Los Traviesos.

Cuando camino al lado de Jose, muchos nombres de la lejanía se iluminan de recuerdos de otras marchas montañeras. Tal sucede con el Mampodre y los Traviesos que se miran uno a otro con pupilas de siglos y recuerdos. Sentado en la cima de los Traviesos de los Picos de Europa recuerdo entre nieblas mi niñez en Acisa, aquellas tarde mientras esperábamos a las ovejas en La Solana, más abajo de los Cantones donde jugábamos al caer la tarde aprovechando estas grandes rocas lunares. 

Entre los Cantones y la luna, a una hora indeterminada en la que el sol se había escondido y aún la luna no mostraba toda su claridad. Aquellas piedras enormes de granito parecían cabezas de gigantes escondidos en la cercanía de la ermita de San Hipólito, cabezas pinceladas de colores y picaduras. Nunca tuve el mínimo temor a los monstruos de la noche porque crecí acompañado de aquellas inmensas cabezas de gigantes, las mismas que a la luz del día eran las grandes piedras donde podíamos saltar y jugar al escondite.

Desde la cumbre de los Traviesos, además de nuestro camino de llegada a su cima y otras cimas cercanas, estamos viendo el macizo del Mampodre al que llegamos desde Maraña después de pasar la noche en el Refugio del Pantano de Riaño.

Mientras esperábamos a las ovejas, el tío Luterio, que siempre fue viejísimo desde la primera vez que lo vi hasta que se murió después de marcharme yo del pueblo con once años, nos contaba historias fascinantes de tiempo atrás; historias de sementera y de trillos; historias de lobos y de mineros; recuerdos de cuando era mozo y construyeron la vía del tren para llevar el carbón de la Robla hasta los Altos Hornos de Bilbao. Trabajaron a pico y pala, a fuerza humana, aunque algunas veces se tenían que esconder detrás de alguna rebolla para protegerse de los barrenos con que se ayudaban para reventar alguna roca de grandes proporciones. Con las historias del tío Benito me uní a la historia de mis antepasados. Del tío Benito recuerdo su gorra y sus madreñas, su mirada cansada y llena de brillo, su entusiasmo en la palabra y en el corazón. 

Javier Agra.